diumenge, 25 d’octubre del 2015

ELECCIONES Y REPRESENTATIVIDAD




Los complejos resultados de las últimas elecciones catalanas han puesto sobre el tapete un viejo problema del que, por aquí, nadie parece verdaderamente dispuesto a hablar, pero que se ha trasladado al resto de España ante la perspectiva de que ocurra lo mismo si se produce la previsible ruptura del bipartidismo: la ley electoral y las circunscripciones.

En Cataluña, pese no ser la primera vez que ocurre, el tema ha pasado una vez más desapercibido; o casi. Sus razones tendrán, pero lo cierto es que más que analistas, lo que ha primado por aquí son herméticos y cabalistas. Unos, empeñados en (de)mostrarnos que el 47,7% independentista incorpora en realidad una mayoría mucho mayor, a partir de una peculiar hermenéutica de los designios del voto a ciertas formaciones; otros, más groseramente y haciendo de su cábala un sayo, añaden la abstención al 52,3% no independentista, alcanzando así hasta los dos tercios de no independentistas. Nadie se ha planteado, o muy pocos, cómo es posible que con una minoría de votos se pueda obtener una mayoría absoluta de diputados.

Y no es la primera vez que esto ocurre. El PSC de Pasqual Maragall obtuvo en 1999, cinco mil votos más que la CIU de Jordi Pujol, pero cuatro diputados menos -52, frente 56-, lo cual le impidió formar gobierno. Y nadie dijo nada. Volvió a ocurrir en el 2003. Esta vez fueron siete mil votos más, y también cuatro diputados menos -42 frente a 46-. Pero en esta ocasión sí que alguien dijo algo. La aritmética parlamentaria permitió al PSC formar el primer tripartito y quien montó en cólera, hasta el punto de desencajársele el semblante, fue Artur Mas. Proclamó que le habían «robado» la presidencia de la Generalitat y ni siquiera las contemporizadoras admoniciones de Jordi Pujol consiguieron apaciguarle. ¿Les suena esto en relación a la actual polémica sobre si valen los votos o los escaños para declarar la independencia? El día que se escriba una antología de los exabruptos antidemocráticos del Sr. Mas, la de su reacción frente al primer tripartito debería figurar entre las primeras.

Pero ya digo, aquí en Cataluña, la asimetría entre votos y escaños no parece que sea un desajuste que induzca a nadie a plantearse sus causas y sus eventuales soluciones. Acaso porque ya les va bien así. El primer tripartito tenía en su programa una reforma de la ley electoral catalana; acabo en nada.

En cambio, el problema sí se está planteando en el resto de España ante la eventualidad de que se produzca un escenario similar. Algo que, por cierto, nunca ha ocurrido en España con anterioridad, como mínimo en el sentido que la formación más votada no sea la que obtenga el mayor número de escaños; aunque sí que se ha dado, por supuesto, en la desproporcionada distribución de dichos escaños, donde, por así decirlo, the winner takes it all.

Pero ahora, ante una previsible fractura del bipartidismo, resulta que the winner tal vez no sea el que se lo lleve crudo, y como debería ser lógico en cualquier parte, se ha abierto el debate. No por parte de todos, claro, pero sí de los partidos emergentes –Podemos y Ciudadanos- eventuales afectados que obtendrían previsiblemente una representación muy por debajo de sus porcentajes en votos. En general, tales disfunciones se acostumbran a atribuir a la ley d’Hondt. Pues va a ser que no. La «culpa», por decirlo así, es de otra «cosa»: el criterio de circunscripciones electorales y el número de diputados asignados en cada caso. Ése es el problema y no otro. Porque una cosa es una ley electoral, y otra la llamada ley o sistema d’Hondt.

Lo que la ley d’Hondt determina es el procedimiento de adjudicación de escaños en una circunscripción electoral dada, de acuerdo con el número de votos y porcentajes obtenidos por las distintas listas que concurren en ella. Nada más. El resto, o sea, cuántas circunscripciones se establecen y bajo qué criterios –demográficos, administrativos…-, qué número de escaños se le adjudican y su número total en la cámara, son variables que en nada afectan al criterio matemático por el cual, dentro del sistema proporcional en que dicha ley se inscribe, se asigna el número de representantes que corresponden a cada lista según los resultados obtenidos en una circunscripción.

Todo lo demás forma ciertamente parte de una ley electoral, pero con respecto a la ley d’Hondt son variables extrínsecas, que pueden ciertamente obedecer a criterios demográficos o administrativos, como a motivaciones de interés y rentabilidad política. Y este es el problema, no la ley d’Hondt. Que la provincia de Madrid tenga 36 escaños y la de Teruel 3, un 8.3%, cuando su población es un 2.1% de la de Madrid, o sea, una representación proporcionalmente casi cuatro veces superior a la de Madrid, esto no lo «sabe» la ley d’Hondt, cuya función es limitarse a determinar los escaños que corresponden a cada lista.

Básicamente hay dos sistemas electorales, el mayoritario y el proporcional -y también algunas fórmulas mixtas, como las dos vueltas francesas-. En España el sistema que rige en todas las convocatorias electorales es el proporcional –con la excepción del Senado, donde no se vota a una lista, sino a un candidato-. Aun así, hay diferencias. En el Parlamento vasco las tres provincias tienen el mismo número de diputados, veinticinco, aun cuando Vizcaya casi cuadruplica a la población alavesa. En Castilla-La Mancha, tras la drástica reducción de escaños llevada a cabo por Cospedal, en la práctica el sistema proporcional acaba comportándose como si fuera mayoritario. Y en cada caso hay razones «justificativas» de tales diferencias. En el País Vasco sería la tradición foral y confederalizante sabiniana; en Castilla-La Mancha, en fin, un grosero cálculo para conservar el poder por parte de quien llevó a cabo la reforma; fallido, por cierto.

En España y en Cataluña, estos criterios extrínsecos son sospechosamente similares. En ambos casos hay una desproporción en perjuicio de las grandes concentraciones urbanas y a favor de las rurales menos pobladas. Ya hemos citado el caso de Madrid y Teruel, pero el de Barcelona con respecto a Lleida es harto similar. En ambos casos, cuando aparecen resultados aberrantes desde el punto de vista representativo, como que la lista con más votos no sea la que más diputados obtenga, es porque están viciados, pero no porque la ley d’Hondt sea aberrante, sino por las valoraciones que se impusieron sobre el criterio de proporcionalidad al adjudicar a unos territorios sobrerrepresentación sobre otros. Cui prodest? ¿A quién beneficia?

En el caso español, la distribución de escaños y el criterio provincial se diseñaron en su momento para asegurar una holgada victoria a la UCD de Suárez. Hoy beneficia claramente al PP. El voto rural siempre ha sido más conservador que el urbano. En el caso catalán, al tradicionalismo conservador hay que añadirle el componente nacionalista. Es en ambos casos sociología pura. Basta con buscar la ideología, los intereses y los caladeros electorales de quienes lo diseñaron. No digo que sea ilegítimo, pero sí que lo es agarrarse a lo que más convenga cuando los resultados electorales arrojan una distribución de escaños aberrante. Y en cualquier caso, lo de «un ciudadano, un voto», requiere de un matiz: un voto, sí, pero ponderado. Ha pasado en Cataluña y puede pasar dentro de poco en España.

No hay una ley electoral perfecta. La estricta proporcionalidad es materialmente imposible, igual que lo es hacer un mapa idéntico al territorio que reproduce –como ya nos refirió Borges-. Sólo podemos intentar aproximarnos lo más posible a ella. Desde esta perspectiva, el sistema proporcional es el que más se le acerca. Y si bien es cierto que la ley d’Hondt no es perfecta y prima a las formaciones más votadas, no lo es menos que este rasgo es tanto más acusado contra menos escaños haya por distribuir en la lista. Pero lo que no es de recibo es atribuirle disfunciones que, en todo caso, responden a criterios extrínsecos a ella, comprensibles, pero mezquinos.


Y ateniéndonos exclusivamente a la ley d’Hondt en el caso de las elecciones generales, y si tenemos en cuenta que contra más escaños haya por circunscripción, menor será la distorsión en su adjudicación, tal vez sería el momento de empezar a pensar en un cambio de circunscripciones y pasar, por ejemplo, del criterio provincial al autonómico. La distribución de escaños en función del peso demográfico, al ser menos circunscripciones y con más población, es más fácil de ajustar a criterios de mayor proporcionalidad. Y su posterior distribución sería más equitativa y reflejaría con mayor precisión lo que se supone que ha de reflejar: una distribución de escaños en el Parlamento lo más homologada posible con la del voto de la población. Lo demás, historias…

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