divendres, 19 de juny del 2015

GROUCHY: INEXORABILIDAD HISTÓRICA VS DETERMINISMO

                                               Emmanuel de Grouchy, Mariscal de Francia


Vender los fracasos como éxitos, las derrotas como victorias, puede acabar resultándole muy caro al vendedor. Porque luego, al respetable, le viene de repente la sorpresa. Y se la toma a mal.

Estos días se ha estado celebrando en Bélgica el segundo centenario de la batalla de Waterloo. Las primeras escaramuzas se produjeron el 15 de junio; la batalla se resolvió el 18 con la completa derrota del ejército francés. Precisamente debido a tal efeméride, se ha estado hablando de dicha batalla estos últimos días en los medios. Y la verdad, sorprende que se plantee como una batalla a cara o cruz de cuyo resultado iba a depender el destino de Europa. No, el destino de Europa ya estaba sellado desde la derrota francesa en Rusia y la batalla de Leipzig (octubre 1813), que forzaron la abdicación de Napoleón y su primer exilio en la isla de Elba. Luego, su fuga y el imperio de los cien días, no fue más que un espejismo que ejerció de epílogo. Waterloo  fue un epílogo.

En sus “Momentos Estelares de la Humanidad”, Stephen Zweig sentó escuela con su relato de los titubeos de un mediocre general, el mariscal Grouchy, cuya falta de capacidad de decisión por mor de su pusilánime personalidad, habría decidido la derrota de Napoleón en Waterloo. De haber escuchado a sus oficiales, nos dice Zweig, y de haber comprendido que la caballería prusiana le había rebasado y se dirigía hacia el campo de batalla, mientras él se esforzaba en cumplir a rajatabla los órdenes del emperador, y tratar de interceptarla para que no llegara a él, se hubiera dirigido con su ejército hacia Waterloo y el destino de la batalla, con toda probabilidad, hubiese sido otro. Pero entonces hubiera desobedecido las órdenes de Napoleón; y no estaba preparado para esto. No era, evidentemente, ni un Junot, ni un Murat, ni un Ney, sino un hombre que sólo sabía obedecer por su incapacidad para la improvisación. Cosa mala en tan truculento menester como la guerra.

Es posible, no tengo por qué dudarlo, que de haber actuado Grouchy como la situación aconsejaba, Napoleón hubiera vencido en Waterloo. Pero esto no hubiera cambiado el signo de los tiempos. Napoleón estaba derrotado desde mucho antes: ya no tenía capacidad para soportar una nueva derrota, sus enemigos sí, y esta hubiera llegado antes o después. Puede que el mariscal Grouchy fuera el responsable de la derrota francesa en Waterloo, pero no lo es del resultado final de las guerras napoleónicas; en todo caso, sólo lo aceleró.

Algo parecido ha ocurrido con ciertos enfoques sobre la II Guerra Mundial. Alemania sabía, los generales lo sabían, que la guerra estaba perdida desde Stalingrado, el Alamein y Kursk. Como se sabía que la ofensiva de las Ardenas en el invierno 1944/45 estaba condenada al fracaso, por más que hubiera conseguido sus limitados objetivos.

O también el caso de Aníbal en Zama (202 a.C.). Cartago había perdido la guerra mucho antes, cuando tras su mayor éxito –Cannas (214 a.C.) y la toma de Capua poco después-, no consiguió desarticular el sistema de alianzas de la liga latina, del que provenía la fuerza de Roma, mientras los romanos tomaban Siracusa (212 a.C.) –en cuyo saqueo murió Arquímedes pese a las órdenes de Marcelo de capturarlo vivo para ponerlo al servicio de Roma- y les arrebataban a los cartagineses sus bases de Hispania. La desesperada huida hacia adelante de Asdrúbal Barca, desde Hispania hasta Italia, acudiendo en socorro de su hermano, y su derrota y muerte en el Metauro (207 a.C.), no fue más que el prólogo de la inexorable derrota cartaginesa en la II Guerra Púnica.

Porque una cosa es que uno esté en condiciones de dar guerra, y otra muy distinta es que tenga la menor posibilidad. Esto no es determinismo. Acaso Cartago pudo haber vencido a Roma en algún momento; o Napoleón consolidar su domino sobre Europa de forma permanente; o Hitler haber vencido en la II Guerra Mundial. Las cosas, ciertamente, no están decididas de antemano, pero a partir de un determinado momento, y de acuerdo con el curso que tomen los acontecimientos, también como consecuencia de determinadas decisiones y de sus resultados, sí; la inexorabilidad de la derrota es insoslayable. Y si cuando uno lo sabe, y el otro también, aun así no se llega a un acuerdo en función de esta inexorabilidad, es porque, como en los tres casos que hemos citado, estamos ante algún modo de guerra total que sólo puede concluir con la aniquilación de uno de los bandos. Y que sólo tiene como resultado la prolongación de la agonía.

La propaganda, toda propaganda, es en este sentido nefasta, como mínimo a partir del momento crítico en que ya has descubierto que no puedes vencer y estás condenado a la derrota. Puede servir para mantener la moral, de la tropa o de la población, sí, pero a partir de un determinado momento sólo es una forma de prolongar la agonía en aras a la conservación del poder, por parte de quienes lo detentan, hasta la derrota final. Son en este sentido especialmente patéticas y siniestras, al igual que premonitorias, las proclamas de Goebbels en su discurso al pueblo alemán, tras la decisiva derrota de Stalingrado (1942/43), replicándoles retóricamente indignado a los soviéticos “¿Queréis guerra total? pues tendréis guerra total”, como si no hubieran aplicado los nazis la guerra total contra los soviéticos desde un primer momento y fueran los rusos los que hubieran roto las reglas del juego.

Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Algunos políticos parecen haberlo olvidado. O nunca lo aprendieron, porque no leyeron a Clausewitz ni a tantos otros. Es lo que pasa cuando uno sólo mira a su propio ombligo. Las semejanzas con la situación actual son tan evidentes que huelga citarlas. Mao Zedong dijo aquello de “luchar, perder; luchar, perder… y así hasta la victoria final”. Ahora más bien parece que la tendencia sea “de victoria en victoria, hasta la derrota final”. Luego algunos se preguntarán por qué. Y buscarán a su Grouchy particular para cargarle las culpas.
No es determinismo, es inexorabilidad.

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