dimarts, 1 de juliol del 2014

LOS LÍMITES DE LA REPÚBLICA (II)



 
Al comienzo de "Las largas vacaciones del 36" (Jaime Camino, 1976), un convoy de milicianos llega a la zona residencial donde está veraneando la familia del capitán. Su padre, adinerado burgués de Barcelona, observa con cierto estupor la situación: su hijo, militar de carrera leal a la República, rodeado de rudos milicianos vestidos con monos de trabajo. En un breve aparte, le comenta a su hijo "no me gusta esta gente con la que vas". "¿Y quién sino va a defender la República?" Le contesta el hijo.

En este país la modernidad siempre ha llegado tarde y a contrapié. Tal vez la I República hubiera tenido que proclamarse en el Cádiz asediado de 1812; o muy especialmente en Cabezas de San Juan, ocho años después, una vez comprobada la incapacidad de la monarquía española para adaptarse a la modernización. Pero no, se prefirió poner al Borbón felón como rey constitucional. "Marchemos todos por la senda constitucional, yo el primero", dijo cuando lo vio mal... Hasta que los cien mil hijos de San Luis le libraron del trance y pudo dedicarse a la regia tarea de exterminar todo atisbo de democracia y de demócratas.

La democracia constitucionalista había llegado a España en un mal momento, con la Ilustración habiendo pasado de puntillas y cuando la mayoría de los países europeos se encontraban en plena resaca reaccionaria post napoleónica y la Santa Alianza surgida del Congreso de Viena intervino militarmente para reponer la monarquía absoluta, porque lo era por la gracia de Dios. Conviene no olvidarlo.

Tal vez allí se perdió la gran oportunidad de subir a España al tren de la modernidad. Las pocas luces que la Ilustración había traído a España se apagaron, y vino la obscuridad de los cuadros negros de Goya y su correlato de cortes reales con monarcas zafios y degenerados, aupados por una Iglesia intolerante y fanática. "Viva las caenas" gritaba a su vez un enfervorizado populacho mientras se procedía al ajusticiamiento de lo que quedaba de Rafael del Riego, física y humanamente deshecho, después de haber sido salvajemente torturado. Quizás hubiera podido ser la I República, pero no lo fue en este país especialista en malograr oportunidades históricas.

No llegó hasta cincuenta años después. En su momento había sido un país desgarrado por una guerra civil, interna y externa, que ha pasado a la historia con el paradójico nombre de "Guerra de la Independencia", durante la cual pudieron morir cerca de medio millón de personas, y tras la cual se calcula que más de trescientos mil españoles se exiliaron con la retirada napoleónica; todo ello sin contar la destrucción sistemática de la incipiente industria resultado de la recuperación durante la segunda mitad del XVIII. Si este había sido el panorama cincuenta años antes, ahora no era mucho mejor... Hasta igual peor.

Porque la muerte del rey felón no había resuelto prácticamente nada. En este país no se arregla nunca prácticamente nada. La feroz represión que había sufrido el país, devastado por las antojadizas veleidades de un monarca degenerado y zafio, auspiciado por la todopoderosa iglesia española, compuesta fundamentalmente por curas ignorantes y fanáticos, y por unas clases terratenientes puramente extractivas, improductivas e incompetentes, dio paso a una nueva guerra, dinástica ésta, para decidir cuál de entre dos parientes con idénticas taras,  iba a reinar en la piel de toro. Y la gente se mató por ellos. Unos por un cura tarado, otros por una monja ninfómana.
No, la I República no llegó en mejor momento que el anterior. En realidad, hasta casi podría decirse que no existió. Fue la última etapa del llamado sexenio revolucionario, que se había iniciado con el derrocamiento de la meretriz real y el ascenso de un Prim que no pudo, no supo o no quiso proclamar la república. Lo pagó caro eso de querer pertenecer al establishment y promover un absurdo cambio de dinastía, que no pudo ver, y al final del breve recorrido de la cual se proclamó la república, quizás porque no quedaba nada más por probar. No, en realidad la I República, en rigor, nunca existió, aunque permaneció en nuestra memoria. Para muestra, la frase con que presentó la dimisión su primer presidente, Estanislao Figueras: “Señores, estoy hasta los cojones de todos NOSOTROS”

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