diumenge, 25 d’agost del 2013

SNOWDEN O EL IMPERATIVO CATEGÓRICO (VI de VI)



Casi con toda seguridad, nunca sabremos la motivación última que impulsó a Snowden a actuar como lo hizo. Excluidas la codicia, la trinchera ideológica, en el sentido de estar practicando un doble juego, y el resentimiento, no parece que pueda haber motivaciones materiales más allá de la decisión de actuar en conciencia de acuerdo con ella misma. ¿Le pareció realmente a Snowden que el riesgo en que incurría era el precio que tenía que pagar por actuar en conciencia  denunciando públicamente unas prácticas que, en el más benévolo de los supuestos, eran absolutamente contrarias a los principios que dice auspiciar el mismo sistema que las ponía en práctica?
Thomas Jefferson dijo en cierta ocasión que los pueblos que renuncian a la libertad en aras a la seguridad, acaban inevitablemente perdiendo lo uno y lo otro. Tal vez Snowden coincidía con él. En definitiva, y sea como fuere, lo cierto es que estamos en deuda con él. Y que tanto para bien como para mal, frente al Gran Hermano siempre quedará, irreductiblemente y como posibilidad, el factor humano. Y el imperativo categórico.

dimecres, 21 d’agost del 2013

SNOWDEN O EL IMPERATIVO CATEGÓRICO (V de VI)



Snowden es joven, 30 años. De familia americana de clase media; su padre era oficial de guardacostas, su madre empleada en el Tribunal Federal por el distrito de Maryland.  Administrador de sistemas informáticos, con novia y un salario de doscientos mil dólares anuales. Sin deudas conocidas ni estrecheces económicas. No es en este sentido Castle, pero todo indica que ambos, uno en la ficción y otro en la realidad, tomarán una decisión similar. En el caso de Snowden, decidirá divulgar los métodos de vigilancia y control de ciudadanos puestos en práctica por los Estados Unidos en su propio país y en otros. Algo que, sin duda, atenta directamente contra todo lo que le habían enseñado sobre el sistema americano, la tierra de la libertad donde todos los sueños se pueden hacer realidad.

 

Snowden se encuentra en la CIA, y luego en la NSA, con algo que va contra sus convicciones más íntimas. En esto sería un americano ideal y típico, convencido que el suyo es el país de la libertad. Y comprueba que los mismos mecanismos de control, que se aplicaban en las dictaduras y que vulneran el más elemental derecho a la intimidad del ciudadano anónimo, se están aplicando y promoviendo en su país y desde su país. Y decide denunciarlo pasando esta información a los periódicos The Guardian y The Washington Post, que lo publican y con ello se organiza el escándalo.

 

No parece que Snowden haya trabajado ni se haya vendido a ningún servicio secreto extranjero. La información que ha revelado, además, carece de interés para cualquier servicio secreto porque se trata de algo que todos practican o aspiran a practicar. No se trata de ningún secreto que pueda interesar a nadie que ya lo sepa. Es, en todo caso, un secreto compartido por los servicios secretos de todo el mundo, que no tienen, como es de esperar, ningún interés en que se divulguen sus prácticas compartidas. Es obvio que, una vez publicado, perjudica más la  imagen de los Estados Unidos que, por ejemplo, la de Rusia o China, pero ello por la sencilla razón de que nadie tiene la menor duda sobre la práctica de dichos métodos en estos países o en otros. El perjuicio para el gobierno de los Estados Unidos es, en todo caso, de imagen, pero no de pérdida de una información confidencial cuya transferencia a otro país ponga en peligro ningún status quo. Tampoco vale decir que al difundir esta información, los grupos terroristas irán con más cuidado: se hace muy difícil pensar que no estuvieran ya al corriente.

 

Si alguien podía tener interés en conocer este tipo de prácticas a lo 1984 de Orwell, no son los estados, que ya lo sabían; ni siquiera los grupos terroristas, que también debían estar al corriente por la cuenta que les trae, sino la ciudadanía. En este sentido, Snowden le ha prestado un servicio impagable a la ciudadanía mundial.

 
Si realmente nos encontramos ante un conflicto entre el imperativo categórico kantiano y su exigencia de concordancia con la forma lógica universal, por un lado, que nos plantea por el otro un dilema entre el uso público y el uso privado de la razón, y si la información de que disponemos se ajusta a la verdad, entonces sólo cabría concluir que Snowden actuó libremente de acuerdo con su conciencia y la exigencia formal que las propias acciones se ajusten a la forma lógica universal. Y eso, como mínimo, le honra... no porque se haya ajustado a esta exigencia de concordancia lógica universal -eso lo hacemos todos, lo sepamos o no- sino porque ha demostrado tener conciencia, principios y ser consecuente con ellos. Por todo ello, mi admiración.
 
(Continuará)

dilluns, 19 d’agost del 2013

SNOWDEN O EL IMPERATIVO CATEGÓRICO (IV de VI)



Maurice Castle era un funcionario de bajo rango en los servicios del MI6 británico. Un personaje de mediana edad, solterón y socialmente hablando sin duda algo misántropo, o como mínimo solitario; de ideología muy probablemente conservadora y cuya forma de vida era la típicamente británica, en su variante  "clase media funcionarial". Destinado a Sudáfrica en un puesto menor en la embajada, será testigo del apartheid practicado con la población negra, una práctica que le repugnará en sus más íntimas convicciones. El descubrimiento del horror correrá parejo, y vendrá de la mano en buena medida, a su relación con una joven negra que, a su vez, está embarazada de un líder antiapartheid que acabará asesinado por los servicios secretos sudafricanos, con los cuales colaboraban los británicos en el contexto de la guerra fría y el anticomunismo que le era propio.

 

Castle consigue salir bien parado de su aventura sudafricana. De regreso a Inglaterra, lo hace con la joven y con su hijo, casándose con ella y adoptando legalmente al niño. Su nivel de vida es relativamente desahogado, adora a la mujer y al hijastro que constituyen la familia convencional que nunca había tenido. Por convicción decide reparar en la medida de sus posibilidades la injusticia del apartheid. Y si los comunistas estaban contra el apartheid, decide colaborar con ellos convirtiéndose en un modesto agente doble. Su función, como descubrirá al final, era más bien modesta. Si llegaban a los británicos noticias sobre la inocua información que él les pasaba a los soviéticos, significaría entonces que había un infiltrado en el KGB.

 

Diez o doce años después de la aventura sudafricana, y a punto de jubilarse, se descubren filtraciones en la subdirección donde trabaja y, dada su naturaleza, hay dos posibles sospechosos: él y un joven juerguista con problemas de juego y de alcohol. Para el MI6 no hay duda. A un lado, un joven soltero y con pretensiones de playboy, juerguista, jugador y bebedor, cargado de deudas; al otro, un hombre casado, convencional, hogareño, discreto, establecido y sin otras pretensiones que disfrutar de su jubilación. Se decide eliminar al joven.

 

Al entender que la muerte del joven no ha sido un accidente ni una enfermedad, Castle comprende que está corriendo un gran peligro y activa los oportunos mecanismos de fuga convenidos con los soviéticos. Sólo hay una salida: la URSS. Y allí va a parar, con su vida destrozada y en la esperanza que, cuando las cosas se enfríen, su esposa y su hijastro puedan reunirse con él en Moscú.

 
La «traición» de Castle no es por codicia, ni por ideología, ni por despecho. Castle no es comunista, sino simplemente un hombre que en un momento fue testigo de una injusticia atroz y decide llevar a cabo lo único que está en su mano para coadyuvar al fin de esta injusticia. Es un acto resultado de una decisión que toma de acuerdo con su conciencia, con sus principios morales. No espera recompensa alguna. Como ya dijimos antes, su única recompensa es que no se descubra su doble juego, poder seguir con su apacible vida; enfrente, como alternativa, el desarraigo. Vayamos ahora a por Snowden.

(Continuará)

dissabte, 17 d’agost del 2013

SNOWDEN O EL IMPERATIVO CATEGÓRICO (III de VI)




Fuera de la ficción literaria, quizás el caso de los Rosemberg podría guardar ciertas analogías con el de Snowden, en cuanto a las motivaciones. Aunque parece ser cierto que Julius y Ethel Rosemberg estuvieron en algún momento adscritos a la izquierda comunista americana, y que eran plenamente conscientes –al menos Julius- de que estaban colaborando con los servicios de espionaje soviéticos, a los cuales se supone que facilitaron información vital para la elaboración de su propia bomba atómica. Pero también lo es que no parece que obraran por lucro, ni tampoco convicción ideológica de trinchera, menos aún por despecho, sino más bien por imperativo moral ante la convicción íntima de que de que no era bueno que un solo país estuviera en posesión de un arma tan formidable como la bomba atómica.

 

Más allá del papel real que jugaron los Rosemberg en todo este proceso, y del hecho de que los secretos que les pasaron a los soviéticos no parece actualmente que fueran de tan vital importancia como en su momento se dijo, lo cierto es que sus motivaciones parecen saber sido más bien de conciencia: estaban convencidos de que con su acción le estaban haciendo un bien a la humanidad. Para lo que aquí nos interesa, dejémoslo así y vayamos ahora a por Snowden.

 

Las tres motivaciones que hemos considerado hasta ahora remiten, en definitiva, al egoísmo. Está claro en el caso de la codicia. En el de la ideología de trinchera podríamos argüir altruismo, cierto. Pero si consideramos el altruismo como una sublimación del egoísmo a partir de una estratificación superpuesta de valores -Nietzsche dixit-, al final vamos a parar también a una variante del egoísmo, al menos en lo que aquí nos concierne. Finalmente, en el caso del despecho, toparíamos con la variante narcisista del egoísmo, el egotismo. Y ninguno de los tres casos que hemos considerado -Castle, los Rosemberg y Snowden-, uno de ficción y dos reales, parece que se deje reducir al egoísmo, sino un imperativo moral que “obliga” a actuar libremente en conciencia frente a un determinado estado de cosas que se valora como injusto o repugnante. En Graham Greene es «el factor humano»; en Kant, la exigencia de concordancia con la forma lógica universal que es el imperativo categórico y su concreción en máxima. Acaso en un caso muy particular, aquél en que entran en conflicto el uso público y el uso privado de la razón.

 
En cualquier caso, parece que el caso Snowden guarda más semblanzas con el ficticio Castle de Graham Green que con los Rosemberg. Tanto Castle como Snowden eran, en cierto modo, espías profesionales, en el sentido que estaban en nómina de un servicio de inteligencia, mientras que los Rosemberg, no. Julius era ingeniero eléctrico, Ethel bailarina y cantante. Acotaremos las semblanzas, pues, entre Castle y Snowden.

(Continuará)

dijous, 15 d’agost del 2013

SNOWDEN O EL IMPERATIVO CATEGÓRICO (II de VI)



El móvil más frecuente que induce a la traición habrá sido sin duda el dinero, sin más, pero también ha habido casos de ideología de trinchera o de venganza por el amor propio herido ante el ninguneo o al ver frustradas ciertas expectativas. Para muchos espías del bloque del Este durante la guerra fría, la deserción les abría las puertas a un mundo occidental en el cual, con un poco de suerte, iban a poder disfrutar del pago recibido por su «traición». Para otros, como Ramón Mercader –el asesino de Trosky- acaso fuera la ciega obediencia que, por ideología, había renunciado a la propia conciencia; o la aristocrática adscripción a la ideología de trinchera, que podría ser el caso de Kim Philby y sus espías de Cambridge. En el caso de Coriolano, sería el despecho, como tal vez también en el Deep Throat. Hasta en España hemos tenido casos relativamente recientes, siempre, eso sí, con el inevitable marchamo carpetovetónico por medio ¿Alguien se acuerda de aquel trincón compulsivo que fue el coronel Perote? ¿O un tal Paesa?...

 

Con independencia de sus motivaciones, el calificativo adjudicado al transgresor siempre ha sido el de “traidor” o “renegado”. Desde Judas hasta el propio Snowden, todos han sido “renegados” que traicionaron la confianza que supuestamente se había depositado en ellos. Y si se trata de espías, el que consuma la traición que se le suponía; el traidor en potencia que pasa a serlo en acto, haciendo buena la desconfianza que se había depositado en él. Pero siempre, con el trasfondo de alguna de las tres motivaciones últimas que hemos citado, la codicia, la ideología de trinchera o el despecho. Y el problema es cómo encaja Snowden en este esquema. Porque, al menos hasta donde se sabe, no parece que obedezca a ninguna de estas tres. Snowden había de saber que lo pillarían y que la vida se la iba a complicar muy seriamente. ¿Por qué, entonces?

 

Lo curioso del caso Snowden es, al menos hasta donde sabemos, que no parece adscribible a ninguno de estos supuestos anteriores. Sólo en la ficción literaria encontramos algún caso similar. Como el de Maurice Castle en «El Factor Humano» de Graham Greene. Lo suyo no es adscripción ideológica, aunque trabaje para los soviéticos como obscuro agente doble cuya función no es otra que la de mero señuelo. Lo de Castle es más bien una apuesta moral por lo que había visto durante su estancia en la Sudáfrica del apartheid. Ni es comunista ni su forzada huida hacia Moscú es el viaje a la soñada patria socialista. Muy al contrario, él hubiera deseado seguir toda su vida en la rutina británica de su casa inglesa, con su esposa negra y el hijo de ésta con un líder antiapartheid asesinado por la policía sudafricana, a los que había conseguido traer consigo hasta su adorada Inglaterra. En Castle no hay recompensa alguna, sino huida solitaria hacia un lugar no deseado. Su única recompensa, en todo caso, hubiera sido que nunca se descubriera su doble juego, ninguna otra.

(Continuará)

dimarts, 13 d’agost del 2013

SNOWDEN O EL IMPERATIVO CATEGÓRICO (I de VI)



Hay algo que llama poderosamente la atención en el caso Snowden, su singularidad. Cierto que desde Efialtes, los asesinos de Viriato -Audax, Ditalcos y Minuros, recompensados con el impagable «Roma no paga a traidores»- o el propio Judas Iscariote, sabemos que la felonía viene inapelablemente incorporada al ADN humano. Y si hablamos de los servicios de espionaje, su propia lógica, puesta en relación con la condición humana, parece servir un cocktail irresistible de forma muy particular. Una particularidad nada baladí, ya que si por regla general, la felonía consistiría en traicionar la confianza depositada, en el caso del espionaje más bien parece que consista en burlar la desconfianza a que, por definición, uno es acreedor por naturaleza.

 Una distinción, ésta, que me parece muy interesante de cara a abordar el caso de Edward Joseph Snowden en su singularidad, dentro del caso particular del mundo del espionaje y servicios de inteligencia e información, en general. Veamos, en la mayoría de ámbitos, cualquier discurso parte de la exigencia a priori de un marco de «verdad» o de «confianza».  Entendámonos, no se trata de ningún presupuesto ingenuo o timorato, sino, como ya he dicho, de la propia condición de la posibilidad de discurso, teórico o práctico. Así, el propio concepto de adulterio, por ejemplo, implica haber transgredido un marco previo, bajo la base de un compromiso de «verdad» basado en una exigencia a priori de tradición de confianza sin la cual dicho concepto, y lo que implica, carecería de sentido. Un sentido que sólo adquiere con la vulneración de este marco previo.

 En esta misma línea, el ejemplo de la moneda falsa es igualmente ilustrativo: sólo puede haberla desde la asunción previa del concepto de «moneda de curso legal»; de otra forma carecería de sentido alguno. De forma igual a que, como nos recordaba Kant, la «mentira» sólo puede darse desde el contexto de presuposición de un discurso de verdad. Luego habrá adulterios, monedas falsas y más mentiras que verdades, pero siempre con un discurso de verdad subyacente, sin el cual no sería mentira, falsedad o transgresión. Pues bien, parece que el mundo del espionaje no funciona de acuerdo con esta lógica, sino que el marco previo es la asunción de un discurso de «tradición de desconfianza», en el cual uno es culpable de antemano y sólo queda que se le pille. Pues bien, partiendo de esta particular anomalía de la lógica del mundo del espionaje, es donde el caso Snowden adquiere una singularidad que le viene conferida dada su excepcionalidad.

El caso Snowden plantea toda una serie de dilemas a diferentes niveles que dan mucho que pensar. Pero hay algo en él, al menos hasta donde sabemos, que induce a considerarlo inédito en el panorama del espionaje, el contraespionaje y los cambios de bando a que este mundillo nos tiene acostumbrados desde la misma noche de los tiempos.
Por regla general, las deserciones en el mundo del espionaje han ido siempre acompañadas de un componente interesado que, a la postre, resultaba decisivo a la hora de tomar la decisión y asumir los riesgos que conllevaba. Un componente interesado, decíamos, que siempre y con independencia de las «razones» aducidas por el «felón», nos remiten a la codicia, a la ideología de trinchera o al despecho. Tres pulsiones humanas... Acaso demasiado humanas, diríamos parafraseando a Nietzsche. Ejemplos históricos de lo que digo los hay de toda laya en el pasado, como los hay en la presente y como, sin duda, seguirá habiéndolos en el futuro.

Unos se vendían por dinero, sin más; otros, sin excluir necesariamente el aspecto crematístico, por ideología de trinchera; tampoco podemos excluir, finalmente, el despecho de aquél que vio definitivamente cercenadas sus expectativas. De todo habrá habido, desde luego que sí.
 
(Continuará)

dilluns, 5 d’agost del 2013

HANNAH ARENDT POR MARGARETHE VON TROTTA



Recuerdo “Las hermanas alemanas”, a principios de los ochenta, y “Rosa Luxemburg”, ya en el segundo lustro de la misma década, que fue, creo, la última película suya que había visto… hasta ahora, con “Hannah Arendt”.

La verdad es que contra lo que había leído hasta ahora de dicha película, he de decir que me gustó, más aún, me sedujo, tanto por su planteamiento como por su ejecución. Otra cosa es que pretendamos que la película sea un debate filosófico imposible, entre otras cosas porque es precisamente la dimensión filosófica lo que se les pasa por alto a todos los corifeos con los que trata de dialogar Arendt sobre su recepción de los escritos relativos a Eichmann y a la utilización de este siniestro personaje como ejemplo de la banalización del mal. Y que dicha dimensión filosófica se soslaye de forma tan explícita no es precisamente casual, sino sin duda alguna uno de los mensajes de la película.

A Arendt se le reprocha que, esperándose de ella la descripción del juicio a Eichmann propio de una intelectual antinazi comprometida, con todos los tópicos ad usum del momento, se descuelgue con un ensayo sobre la ontología del mal a partir de su banalidad expresada en un individuo trivial como Eichmann, y que además, cuando se permite bajar a la arena intelectual americana, denuncie el error que supone reificar este “mal” en un individuo, como si el nazismo hubiera sido cosa de algunos seres perversos que lo corrompieron. Arendt les recuerda que Eichmann era sólo una pieza, bastante insignificante, por cierto, de un engranaje monstruoso, y sin disculpar en absoluto sus responsabilidades personales, y precisamente por eso, nos recuerda que se estaba juzgando a un criminal, pero no al sistema que hizo posible que este individuo ocupara el puesto de criminal que de no haber ocupado él, hubiera ocupado cualquier otro.  

Y este era su gran problema, cuando para obedecer se ha de haber renunciado previamente a pensar, a juzgar de acuerdo con los propios valores y, con ello, a ser incapaces de la menor crítica, ya sea por comodidad, por supervivencia o, algo si cabe mucho peor, por simple inercia. Y cuando esto se produce de forma generalizada, cuando la disidencia es la excepción... Que no hubo un Eichmann, sino miles, y puede que los vuelva a haber; basta con que se den las circunstancias como para ello.

Y en lo de la supervivencia no sólo nos encontramos, concluyó Hannah Arendt, con los abyectos casos del lado nazi. También algo parecido, formalmente y con los debidos matices, ocurrió del lado judío. Desde esta perspectiva, la resignación del judío y, sobre todo, de muchos de sus dirigentes que, acaso intentando evitar males mayores -¿podía haber un mal mayor?- entablaron una cierta complicidad con los nazis, con la debida asimetría que la posición de cada bando imponía, es el correlato del Eichmann frío e impasible que envía trenes cargados de humanos a las cámaras de gas con la satisfacción del deber cumplido.

Y es en eso último, en lo de la complicidad, asimétrica ciertamente, pero complicidad al fin y al cabo, donde se creyó ver, por más que ella misma se esforzara en explicarlo, una frivolización del holocausto que impelió a arrojarla a los leones y declararla apestada. La última escena de su conferencia final en la universidad es especialmente significativa en este sentido, cuando un antiguo compañero le espeta : ”ya no eres amiga mía, desde ahora mismo no quiero saber nada de la favorita de Martin Heidegger”. Todo un golpe bajo.
En aquellos mismos momentos, año 1960, centenares de antiguos nazis, tan criminales como lo podía haber sido Eichmann, estaban medrando en la nueva Alemania, en Sudamérica y en los propios Estados Unidos. En cierto modo, Arendt estaba diciendo que Eichmann no tenía para nadie la utilidad que sí tenía Werner von Braun. Y esto apuntaba mucho más allá que al sistema nazi y a su maldad intrínseca. Tal vez por esto nadie entendió, o no quiso entender, que apuntar directamente hacia el sistema no era de ninguna manera exculpar al individuo, sino, muy al contrario, subir el envite.

Pero eso es precisamente lo que no le interesaba a nadie, ni al Estado de Israel. Mejor dejar las cosas como estaban y el que se mueva no sale en la foto. Como siempre.

diumenge, 4 d’agost del 2013

BÁRCENAS O LA FUERZA DEL SINO



No. No se trata de ninguna némesis que irremisiblemente persiga a los chorizos y les lleve a dar fatalmente con sus huesos en la cárcel; ni tampoco hay en todo este mamoneo ningún elemento romántico que evoque la obra que el titulo de este post toma parcialmente prestado. Pero sí es cierto que, cada vez más, este tuno lleva camino de convertirse en un héroe trágico de Eurípides, de los que decía Nietzsche que, no creyendo ya en el destino urdido por las moiras, se lo planifican a su conveniencia y si, como siempre ineludiblemente, al final la cosa les sale mal, más bien parece que sea por un error de cálculo como, por ejemplo, haber sobrestimado sus propias posibilidades. Que se lo creyeron demasiado, vaya.

Ciertamente no hay en el sino de Bárcenas inapelabilidad trágica alguna, sino más bien la suerte del chorizo que se pasó tres pueblos convencido de su invulnerabilidad. Su soledad, vista así, abandonado por los suyos, más bien evoca un fatum de naturaleza corleonesca: la del que creyó tener agarrados por los huevos a los más poderosos miembros de “la familia” y que ahora empieza a constatar la inanidad del individuo una vez ha sido abandonado por ésta. No hay vida fuera de “la familia”. Y hasta puede que sea el “elegido” para el aquelarre catárquico que se avecina. Muy buenas bazas habrá de tener para salir bien parado de este trance. No digo que no las tenga, pero lo dudo.

En realidad, su historia tiene algo de entrañable por su extrema cutrez, la de tantos y tantos personajillos como él, que siendo en principio una simple pieza de ensamblaje del sistema, acabaron poniéndolo a sus servicio hasta creerse invulnerables por imprescindibles. Recordemos, por ejemplo, su famosa peineta a los periodistas. Pecado de hybris, diría un griego; la avaricia rompe el saco, diríamos acaso hoy. Nadie, nadie es imprescindible.

Sea como fuere, lo cierto es que Luis Bárcenas dispone actualmente de todo el tiempo del mundo para meditar sobre lo efímero de la gloria mundana. Fortuna audaces iuvat, debió pensar en sus tiempos de gloria. Sic transit gloria mundi, puede que piense ahora desde Soto del Real. Aunque tengo para mí que acaso no quiso entender , cuando se lo dijeron, aquello de ubi patronus imperat nauta minus, lo cual le llevó a comprobar que extra eclesia nulla spes.  Y es que incluso osó robarle a “la familia”, por cierto, en proporciones tan brutales que, a juzgar por lo que él mismo dice, más bien parece que el comisionista fuera “la familia” y Bárcenas el destinatario de los óbolos.
Su problema consiste en que al ser dichos óbolos a su vez de procedencia más negra incluso que su propia conciencia, lo tiene crudo para probar nada. A menos, claro, que además de corruptos fueran necios y hubieran firmado un “recibí”, lo cual no parece ser el caso, como mínimo, de aquellos hacia los que apunta. El dinero negro tiene esas cosas.
Sí, sin duda un caso de Hybris. A veces, no haber leído a los griegos tiene sus cosas.